sábado, 1 de febrero de 2014

Musicoterapia


Despecho

Me lo habían advertido.

En el fondo la culpa es mía por hacerme ilusiones. Una siempre cree que los de fuera opinan así porque no conocen la realidad del que está dentro, que les faltan datos, información. Y una tiende a creer que lo sabe todo, que sabemos lo que demás saben y además muchas otras cosas de las cuales ellos no tienen ni idea y que sólo podrían darnos la razón si estuvieran en nuestro lugar. Y por supuesto una tiene que tomar sus propias decisiones de acuerdo a lo que siente y piensa y no por lo que sienten y piensan los demás. Pero ahora, visto en perspectiva y objetivamente, puedo entender porqué los demás opinaban así aunque ellos nunca entenderán por qué yo pensaba otra cosa. Y es curioso, porque yo también creo que los demás están equivocados en ciertas cosas pero ellos siguen en sus trece. Si esperaban de mí decisiones diferentes a las que tomé no parecen darme ejemplo práctico de cómo hacerlo.

Convengamos que era difícil no engañarse al principio. Nos conocimos en aquella tienda en la que ambos estábamos con nuestras mejores galas. Es más, creo que yo estaba mejor que nunca. Ahora que lo pienso, creo que nunca estuve mejor. Tarde vengo a notarlo. Pero bueno... a lo que iba... Salimos juntos aquel día, recorrimos la peatonal siempre de la mano, llegamos a su casa y sin que me dijera nada me sentí la reina, la estrella. Ocupé el centro de la escena con tanta naturalidad que el recién llegado parecía ser él, no yo. La casa, sus cosas, su vida en definitiva, me observaban en silencio. Un silencio a través del cual todos estudiaban mis gestos con disimulada expectación.

Siempre fui muy discreta y tranquila, así que los primeros momentos no fueron tensos ni incómodos. A los pocos días nos preparamos para el primer viaje y allí supe -creí saber digo ahora- cuán importante era yo en su vida. Puso lo mejor de sí mismo en mis manos y arreó con todo lo que pudiera necesitar por si nunca más volvía. Tuve la sensación de que nos íbamos al fin del mundo para siempre. Penosamente, yo estaba más entusiasmada que él. El ritmo frenético que ponía en los preparativos los interpreté como de euforia cuando en realidad eran los gestos enérgicos y disgustados del que tiene que evacuar su hogar. Pero yo estaba en mi mundo, en mis sensaciones, y acomodaba el paisaje a mis ojos. Supe después que el silencio de la casa era el de quien se resigna ante la tozudez del que no quiere ver la verdad.

La primera parte del viaje fue normal, en el sentido aséptico del término. Sin pena ni gloria, como decían en mi casa, para no usar una palabra que aún hoy suena a sala de operaciones. Pero luego, cuando viajamos separados no supe qué pensar. Yo por una puerta, él por otra. Al menos hice el recorrido en buena compañía. Alguna gente con mucha experiencia y otras que, como yo, iniciaban una nueva vida. Pero el no ir juntos fue un pinchacito suave que si bien no dolió, sorprendió. Y para colmo la pequeña sí que fue con él. Supuse que me quedaba aparte por falta de disponibilidad. Ya sabemos cómo son estos viajes internacionales. Cuando al bajar del avión nos reencontramos sentí más felicidad que la primera vez que nos vimos. Es lo que tiene el no tener nada que perder. No se siente angustia. Pero una vez que consigues algo, por mínimo que sea, su ausencia deja un hueco mayor que el que en realidad ocupaba, porque hay muchas cosas accesorias o complementarias giran en torno a esa persona o a ese sentimiento y de las cuales no somos completamente conscientes.

En el hotel, el proceso inverso a los preparativos para salir de casa fue mucho más tranquilo. Tuve la impresión de que aquella habitación era el fin del camino. En cierto modo para mí lo fue, porque no salí de allí en el tiempo interminable que nos tocó vivir en aquel lugar. Fui pasando de la excitación a la desilusión con varias escalas de esperanza que renovaban mi fe. Pero finalmente tuve que asimilar que aquel iba a ser mi papel en vista de que ya no había nada para compartir. Su trabajo lo absorbía por completo y yo simplemente tuve que gestionar unas pequeñas cosas de sobra que, de cualquier modo, no cumplían ninguna misión. Daba lo mismo colocarlas en un sitio o en otro. Estaban tan de más como de menos.

Y así caímos en las arenas movedizas de la rutina.

Un día empezamos a movernos. Volvieron los preparativos, el mismo movimiento enérgico de la primera vez pero con diferente atmósfera. ¿Volvíamos o nos íbamos a otro lugar? Todos los viajes son el mismo viaje pero en diferentes etapas y me molestaba no saber en qué punto nos encontrábamos. Otra vez el avión, otra vez la separación, otra vez el reencuentro, pero esta vez con menos felicidad. Y luego otra vez las arenas movedizas. Otros preparativos. Otro viaje. La anestesia de la resignación que lo va ocupando todo, anulando las emociones. Y los comentarios de los demás, los que me advertían que se acercaba el final. Al principio me negaba con vehemencia, incluso con furia. Luego dije que no quería perder tiempo en discusiones inútiles, pero la semilla de la duda estaba plantada. Y él abonaba el terreno con su indiferencia, y perdonen la cursilada.

Y llegó el día.

Fue mi último viaje pero no el suyo. Un retorno a casa con más emotividad que en los anteriores. Pensándolo bien, en cada uno de esos retornos aumentaba su bagaje emocional al mismo tiempo que crecía mi apatía. Es como si mi parte de felicidad se hubiera trasladado para sumarse a la suya. Él cargaba con la ilusión de ambos. Yo con el agotamiento de tantos kilómetros sin un verdadero hogar. Yo estaba cansada. Él seguía a su velocidad de crucero, ajeno a pesadez de ánimo. Y la pequeña siempre cerca, siempre fresca, siempre igual.

Aquella mañana, la última que estuvimos juntos y a una velocidad que le desconocía, vació nuestras vidas de todas las pequeñas cosas sin las cuales no podíamos vivir. Cerró la única puerta que nos unía y me señaló el fin del camino. “Hasta aquí llegamos” dijo, y dio una media vuelta sin remordimientos para irse nunca sabré adónde.

Sí, la culpa es mía por hacerme ilusiones.

Miro a mi alrededor y veo que no soy la única en esta situación. Somos muchos los abandonados, pero creo que nadie tuvo lo que yo tuve. Cómo no iba a hacerme ilusiones. Cómo iba a perder mi derecho a creer que yo era diferente, incluso mejor. Puede que incluso lo haya sido. Hay quien no ha tenido la ocasión ni de saber a qué huele su ropa, de qué están hechos sus momentos de soledad o para qué usa esos artilugios que sólo a él le sirven. Pero si las cosas son como terminan y no como empiezan, hay que reconocer que todos somos iguales porque todos terminamos igual. Porqué iba a ser yo diferente a esa vieja bicicleta, a aquel destartalado televisor o a esa inútil silla, si todos hemos terminado en este maldito trastero.


Me queda el consuelo de que aquí, al menos, soy la única maleta.

sábado, 6 de abril de 2013

De las tragedias domésticas (II)

La probabilidad de quedarse sin luz en casa es directamente proporcional al miedo que le dé la oscuridad y a la disponibilidad de una linterna. Así pues, antes de encontrar las causas de un apagón y si hay suerte solucionarlo, mejor será tomar precauciones para no tener que actuar a ciegas. Prepare algunas linternas estratégicamente distribuidas de tal manera que si lo pilla la oscuridad en un extremo de su casa no tenga que romperse la nariz o la pantorrilla contra las puertas y los muebles para encontrarla. Al fin de cuentas, al precio que tienen hoy en día no suponen una gran inversión ya que no necesitan ser el faro de Vigo, y con una sola vez que le sea útil estará amortizada. Periódicamente revise su funcionamiento y el estado de las pilas, porque pocas cosas frustran tanto como una linterna sin pilas o con la bombilla fundida. Y por revisar el estado se entiende no sólo encender las linternas en cuestión, sino sacar las pilas para comprobar que no han reventado. Recuerde que las buenas marcas de pilas no son buenas porque suenen bien sino porque son mejores. Desconfíe de un televisor led de 42 pulgadas que trae un mando a distancia con dos pilas marca Lakakalkalina. Sugerencia: tenga una linterna a mano en el baño fácilmente accesible desde la ducha o el inodoro. Nunca se lo agradecerá lo suficiente si un día la necesita.

Dicho esto, afrontemos el apagón bien preparados con nuestra amiga linterna y sus aliadas, las pilas de marca reconocida por alguien más que por el fabricante.

Veamos un cuadro eléctrico típico de los que suelen encontrarse en las viviendas.




En este punto los técnicos, electricistas y demás profesionales del ramo pueden dejar de leer ya que las blasfemias que siguen a continuación no pretenden dictar la carrera de ingeniería técnica a distancia sino ayudar a la gente que se encuentra a oscuras y sin suficientes elementos de juicio para saber qué está pasando y porqué. Gracias por su comprensión.

El elemento clave y que más dolores de cabeza suele darnos es el diferencial, un aparatito cuya misión fundamental es salvarnos la vida. El diferencial es ese elemento del cuadro que se distingue claramente de los demás porque tiene un botón que los buenos previsores presionan una vez al mes para comprobar que funciona. El cuadro puede tener el diferencial más próximo a la izquierda o a la derecha del mismo, pero su orientación política es indiferente, ya que lo importante es que debemos mentalizarnos que ocupa la posición previa a los interruptores de alumbrado, enchufes, lavadora, horno, etc. Antes de él, y según la versión de cuadro que tengamos en casa, está el interruptor general y el interruptor de control de potencia o ICP, que está precintado y lo coloca la compañía suministradora. Haciendo uso de una licencia que yo mismo me he concedido, haremos una insolvente metáfora de su funcionamiento. (Si algún técnico aún permanece leyendo, se le ruega que suspenda momentáneamente todos los conocimientos adquiridos sobre este tema).

Tenemos en casa enchufes con dos patitas. Mintamos diciendo que por una patita entra corriente y por la otra sale. Avisemos a los más perspicaces que eso ocurre durante una fracción de segundo, y que en la fracción siguiente lo que era entrada es salida y viceversa. Este cambio de sentido de la circulación de la corriente se produce 50 veces por segundo en lugares como España, aunque en muchos otros países cambia 60 veces por segundo. A cada patita llega obviamente un cable, pero hay un tercer cable normalmente de color amarillo-verde que es la tierra o conductor de protección y que se conecta por una chapita lateral o por una tercera patita según el país adonde la crisis lo haya llevado. El diferencial hace un balance de la corriente que entra y sale, y si ese balance no está equilibrado, si lo que entra no es igual a lo que sale por decirlo burdamente, corta la corriente, cae o se dispara, expresiones que seguramente han escuchado o pronunciado alguna vez. Este caballero deduce que si la cantidad de corriente no está equilibrada es que se ha escapado por algún lugar, generalmente porque algún aparato de la casa en lugar de utilizar la energía para lo que la tiene que usar, por ejemplo una plancha para calentar su resistencia, está mandando algo de energía a la estructura metálica y esta energía se va a tierra por el cable amarillo-verde antes mencionado. Si por desgracia el cable de tierra está desconectado en algún punto de la instalación, la energía que tiene la carcasa metálica de la plancha pasará a tierra a través de la persona, animal o cosa que esté tocando la plancha y se irá a tierra. Pues bien, el diferencial detecta que hay corriente circulando hacia tierra, ya sea por un cable o por un ser hasta el momento viviente, y actuará cortando la corriente, ya que si no lo hace y el camino que toma la corriente es el de un ser humano, puede matarlo y dejar una considerable factura de luz sin pagar. Lo mismo hace cuando algún curioso mete un alambre por un enchufe o se arroja un cubo de agua sobre un enchufe, interruptor o elemento eléctrico.

Pero la del diferencial es una ingrata tarea. Nos ha salvado la vida pero lo maldecimos porque estamos a oscuras. Si Ud. no ha sentido lo que llaman "calambrazo" en unos lugares o "patada" en otros, no sea desagradecido y predispóngase a encontrar al culpable del apagón. Si lo ha sentido y a continuación se ha quedado a oscuras, cerciórese de estar aún en este mundo, aléjese de la luz al final del túnel, y si es de noche recuerde dónde diablos estaba la linterna porque la va a necesitar. Si lo ha pillado en la ducha, tenga cuidado al salir mojado de ella porque seguramente no lleva la cuenta del reguero de cosas que dejó al entrar. Y, por cierto, es muy probable que el culpable del apagón sea el punto de luz del baño o algún elemento eléctrico dentro de él, ya que mientras se duchaba con agua caliente se ha generado vapor y ha humedecido algún punto de luz o enchufe que ha mandado corriente a tierra haciendo trabajar al diferencial.

Al llegar al cuadro seguramente se encontrará la palanca del diferencial bajada. Aún no la suba. Baje todas las palanquitas de todos los interruptores. Con rigor técnico este paso no sería necesario, pero para no complicarse la vida es mejor empezar de cero. Luego, empezando por el lado donde menos interruptores hay, empiece a subirlas una a una. Dicho de otra manera y hablando en referencia a la foto, suba primero el ICP, luego el interruptor general, luego el diferencial, y a continuación una a una las palancas siguientes. Hay que hacerlo con firmeza pero sin brutalidad, con una pausa de un par de segundos. Los interruptores básicamente son de alumbrado, enchufes, lavadora, cocina eléctrica (ya sea vitrocerámica, inducción, resitencia, etc.) y si tiene un calentador de agua eléctrico también debería tener un interruptor sólo para él. Pues bien, vaya subiendo uno a uno los interruptores y si todo está en orden, se quedarán arriba y todo se normalizará. Pero si uno de los circuitos tuviera alguna derivación, volverá a caer el diferencial. Así que en el momento que detecte que al subir ese interruptor cae el diferencial, ya tiene identificado el circuito causante del problema, lo cual no está mal para alguien que está chorreando agua envuelto en una toalla y con una linterna a la que le quedan pocas pilas porque confió en la tienda de los chinos de la esquina. Deje bajado el interruptor del circuito que volvió a tirar el diferencial, vuelva a subir la palanca del diferencial y cualquier otra que haya caído de las que ya estaban arriba continúe subiendo el resto de palancas.

Si el circuito que está causando el problema es de alumbrado, puede utilizar las lámparas que tenga en casa conectadas a los enchufes mientras averigua dónde está el problema. Sigue necesitando linterna. En el caso de fallas en los circuitos de alumbrado el punto más débil como decíamos es el baño o cuarto de ducha, por los vapores, humedades o pura mala fe. Además, aunque tenga certeza de que el interruptor del baño está apagado, puede seguir teniendo problemas de derivación ya que el interruptor corta sólo uno de los cables de nuestra amiga la corriente, pero si el otro es el que causa la derivación, estamos vendidos. Si tenemos certeza de que no es el baño, el otro punto de conflicto suele estar en la cocina, en particular cuando hay fluorescentes o dicroicas que llevan transformadores (como en los baños), cosa que en las circunstancias en las que se encuentra no podrá ponerse a averiguar. Si el asunto no es de fácil solución, le sugerimos que tome una lámpara, la enchufe en el baño o la cocina, y vaya buscando a alguien con unos conocimientos básicos que sea capaz de detectar cuál de los puntos críticos es el causante del problema. Puede ocurrir que si el punto de luz del baño ha disparado el diferencial por humedad en lo mejor de su ducha, al secarse el vapor se normalice la situación y pueda subir la palanca de alumbrado con toda normalidad. Es cuando le queda claro que no puede volver a ducharse hasta que venga un electricista de confianza.

Si la causa está en el circuito de enchufes, tendrá alumbrado pero debería desconectar todos los aparatos que estén enchufados, como nevera, microondas, plancha, secador de pelo, cargadores de móviles, ordenadores, etc. Incluso las lámparas de las mesitas de noche o salón, aunque es poco probable que en ellas esté el problema. Cuando tenga certeza de que todo está desenchufado (recuerde revisar el baño si estaba en la ducha cuando se quedó sin luz por si tiene algo conectado), vuelva al cuadro y levante la palanca que estaba bajada. Lo normal es que se quede arriba, al igual que el diferencial. En ese momento puede empezar a enchufar lo que desenchufó, y cuando llegue al aparato que ocasionó el problema volverá a quedarse sin luz. Déjelo desconectado, vuelva al cuadro y levante las palancas que hayan caído, y continúe enchufando el resto de aparatos o lámparas. Si no está gafado, se supone que ese único aparato ha sido el culpable del apagón y tendrá que hacerlo revisar o denunciarlo a la policía porque el diferencial le está avisando que ha intentado matarlo. Pero si al conectar otro elemento vuelve a saltar el diferencial, además de un electricista probablemente necesite un exorcista, ya que es poco probable que haya más de un causante de un corte de luz, pero poco probable no significa imposible. Si por el contrario, una vez que ha desenchufado todo el diferencial sigue cayendo, puede que el problema esté en el cableado de un enchufe o que haya algo conectado a ese circuito y que no va con enchufe sino con alimentación directa y no puede encontrarlo. Aquí vuelve a entrar en acción el técnico que en dos minutos resolverá el problema y le cobrará como si le hubiese llevado toda la vida, pero no hay más remedio que acudir a los profesionales si quiere vivir para contarlo.

Si ya tiene alumbrado y enchufes, la cosa se simplifica. El resto de circuitos son de lavadora, cocina, calentador, aire acondicionado, etc., y si uno de esos elementos es el causante de la falta de luz, al subir el interruptor correspondiente caerá el diferencial y su presupuesto, ya que deberá llamar a un técnico para comprobar el estado del aparato. Si aún sigue envuelto en su toalla porque el corte lo pilló en la ducha, tiene todas las papeletas para sospechar del calentador eléctrico, ya que mientras se duchaba consumía agua caliente y entraba agua fría al calentador. Éste, al detectar que había que calentar agua, encendería la resistencia que lleva para tal fin, la cual es una de las causas más comunes de fallos eléctricos en las viviendas, entre otras cosas porque estos aparatos requieren un mantenimiento que nadie hace y, con frecuencia, se instalan mal. Los calentadores eléctricos llevan un ánodo de sacrificio que debe cambiarse cada año, el cual es el encargado de evitar que la resistencia se destruya por corrosión. Asimismo, la entrada y salida de agua del calentador debe llevar manguitos electrolíticos. Aprender la expresión "manguitos electrolíticos" le será muy útil. Puede repetírsela a su instalador y según la expresión de su cara o el grado de convicción de su respuesta deducirá su nivel de preparación.

Los hornos de las cocinas, calefactores eléctricos y las lavadoras también son elementos que por tener resistencias pueden derivar y hacer caer el diferencial. Bastará con dejar abajo el interruptor correspondiente para seguir teniendo alumbrado aunque no pueda comer pollo al horno sin pasar frío y su ropa huela mal.

Otra de las causas de falta de energía eléctrica pero que da menos guerra es por cortocircuito o exceso de consumo. Salvo en el caso de un cortocircuito con derivación, el diferencial no caerá y seguramente se encontrará "saltado" el interruptor del circuito causante del problema y, probablemente, el interruptor general. Si el corte se produjo al enchufar un aparato o al estar haciendo uso de él, bastará con desenchufarlo y levantar el interruptor correspondiente para que todo se normalice. Pero a veces el problema es el consumo excesivo. En estos casos el interruptor que cae es el general, el de la compañía eléctrica o ambos. Con la compañía eléctrica tenemos una promesa en forma de contrato según la cual no vamos a consumir más de una determinada cantidad de energía al mismo tiempo. El exceso de consumo se suele producir cuando ponemos a funcionar a la vez la lavadora, el horno, el calentador de agua, el radiador de la calefacción, el secador de pelo y cualquier otro elemento eléctrico. En ese caso, hay que moderar los ímpetus de querer terminarlo todo en un segundo y escalonar el uso de los electrodomésticos o bien renegociar con la compañía eléctrica nuestro contrato, lo cual implicará pagar mucho más por algo que probablemente usemos muy poco. Lo mejor será en beneficio de la economía energética racionalizar el consumo simultáneo y programar bien los momentos en los que haremos uso de cada aparato.

El mundillo de la electricidad tiene muchos vericuetos que bien controlados nos ahorrarán muchos dolores de cabeza, pero hay que trabajar con verdaderos profesionales, bien documentados y equipados, porque un incidente eléctrico puede resultar en tragedia. Por lo tanto, en electricidad, como en gas o en cualquier otro suministro que nos hacen la vida más fácil, conviene confiar en gente que sabe lo que hace. En todo caso, no espere a necesitarlos y vaya entrando en confianza. Ahorrará problemas y dinero, lo cual no está nada mal.

sábado, 2 de marzo de 2013

Musicoterapia.


Perorata.


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"Así se le fue pasando el tiempo, entre el coloso de Rodas y los encantadores de serpientes, hasta que su esposa le anunció que no quedaban más de seis kilos de carne salada y un saco de arroz en el granero.

-¿Y ahora qué quieres que haga? -preguntó él.

-Yo no sé -contestó Fernanda-. Eso es asunto de hombres.

-Bueno -dijo Aureliano Segundo-, algo se hará cuando escampe.

Siguió más interesado en la enciclopedia que en el problema doméstico, aun cuando tuvo que conformarse con una piltrafa y un poco de arroz en el almuerzo. «Ahora es imposible hacer nada -decía-. No puede llover toda la vida.» Y mientras más largas le daba a las urgencias del granero, más intensa se iba haciendo la indignación de Fernanda, hasta que sus protestas eventuales, sus desahogos poco frecuentes, se desbordaron en un torrente incontenible, desatado, que empezó una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que avanzaba el día fue subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido. Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina para terminar de sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días, Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni le habían preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan pálida ni por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de las que confundían el recto con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre, pero no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos, para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y el vino rojo de noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que olla no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense, con esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda física, y peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia, pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de parto de su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se privó ni se dolió de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y el sello de su anillo impreso en el lacre, sólo para decir que las manos de su ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no podía hacer, por supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo, como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de éste, por supuesto, un santo varón, un cristiano de los grandes, Caballero de la Orden del Santo Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas.

-Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya apestaba.

Había tenido la paciencia de escucharla un día entero, hasta sorprendería en una falta.
Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena, el exasperante zumbido de la cantaleta había derrotado al rumor de la lluvia. Aureliano Segundo comió muy poco, con la cabeza baja, y se retiró temprano al dormitorio. En el desayuno del día siguiente Fernanda estaba trémula, con aspecto de haber dormido mal, y parecía desahogada por completo de sus rencores. Sin embargo, cuando su marido preguntó si no sería posible comerse un huevo tibio, ella no contestó simplemente que desde la semana anterior se habían acabado los huevos, sino que elaboró una virulenta diatriba contra los hombres que se pasaban el tiempo adorándose el ombligo y luego tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa. Aureliano Segundo llevó a los niños a ver la enciclopedia, como siempre, y Fernanda fingió poner orden en el dormitorio de Meme, sólo para que él la oyera murmurar que, por supuesto, se necesitaba tener la cara dura para decirles a los pobres inocentes que el coronel Aureliano Buendía estaba retratado en la enciclopedia. En la tarde, mientras los niños hacían la siesta, Aureliano Segundo se sentó en el corredor, y hasta allá lo persiguió Fernanda, provocándolo, atormentándolo, girando en torno de él con su implacable zumbido de moscardón, diciendo que, por supuesto, mientras ya no quedaban más que piedras para comer, su marido se sentaba como un sultán de Persia a contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un mampolón, un mantenido, un bueno para nada, más flojo que el algodón de borla, acostumbrado a vivir de las mujeres, y convencido de que se había casado con la esposa de Jonás, que se quedó tan tranquila con el cuento de la ballena. Aureliano Segundo la oyó más de dos horas, impasible, como si fuera sordo. No la interrumpió hasta muy avanzada la tarde cuando no pudo soportar más la resonancia de bombo que le atormentaba la cabeza.

-Cállate ya, por favor -suplicó.

Fernanda, por el contrario, levantó el tono. «No tengo por qué callarme -dijo-. El que no quiera oírme que se vaya.» Entonces Aureliano Segundo perdió el dominio. Se incorporó sin prisa, como si sólo pensara estirar los huesos, y con una furia perfectamente regulada y metódica fue agarrando uno tras otro los tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes de orégano, y uno tras otro los fue despedazando contra el suelo. Fernanda se asustó, pues en realidad no había tenido hasta entonces una conciencia clara de la tremenda fuerza interior de la cantaleta, pero ya era tarde para cualquier tentativa de rectificación. Embriagado por el torrente incontenible del desahogo, Aureliano Segundo rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo polvo contra el piso. Sistemático, sereno, con la misma parsimonia con que había empapelado la casa de billetes, fue rompiendo luego contra las paredes la cristalería de Bohemia, los floreros pintados a mano, los cuadros de las doncellas en barcas cargadas de rosas, los espejos de marcos dorados, y todo cuanto era rompible desde la sala hasta el granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se reventó en el centro del patio con una explosión profunda. Luego se lavó las manos, se echó encima el lienzo encerado, y antes de medianoche volvió con unos tiesos colgajos de carne salada, varios sacos de arroz y maíz con gorgojo, y unos desmirriados racimos de plátanos. Desde entonces no volvieron a faltar las cosas de comer."

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De "Cien años de soledad", Gabriel García Márquez.

domingo, 24 de febrero de 2013

De cómo Helga se convirtió en Chiqui.

Hace unos diez años yo ni siquiera imaginaba que alguien pudiera llamarse "Helga"... y mucho menos una andaluza. Que lo escuchara por primera vez en referencia a la llegada de una nueva gobernanta en un lugar como Zanzíbar donde hasta el cielo es exótico, neutralizó esa sorpresa hija de la ignorancia pero despertó mi curiosidad, alimentada por los comentarios de quienes la conocían por haber sido compañeros de ella en trabajos anteriores. Decían que igual podía ser el alma de la fiesta con sus sevillanas inverosímiles como la que ponía a trabajar a un equipo de 500 holgazanes con mano firme. La clase de persona que no se andaba con medias tintas y a la que nadie le vendía una moto.

La conocí en septiembre del 2003. Iba con su falda a rayas horizontales azules y blancas por encima de las rodillas mostrando unas piernas hermosas y enérgicas que hacían juego con su dinamismo. Tenía ese aspecto serio y de carácter firme que su nombre alemán y su puesto de trabajo presagiaban, y tuve la sensación de que se acercaba una tormenta, tal vez más por la idea previa que me había formado que por sus propios gestos, de una neutralidad impecable en honor a la verdad.

Las semanas siguientes transcurrieron dentro de un aséptico trato profesional, con las habituales martingalas que tiene el trabajo en los hoteles, un trabajo en el que siempre todo está a medias y en el que unas pocas horas de no tener problemas graves se agradecen como el mayor de los regalos. En uno de esas milagrosas treguas en la guerra laboral ella lanzó el órdago y desafió a los iluminados que teníamos la solución para los males del tercer mundo a que no había coraje -digámoslo así- de practicar algún deporte, como tenis o baloncesto. Así que recogido el guante nos plantamos bajo un cielo empachado de estrellas y raqueta en mano ella, un mexicano, un vasco y yo, en una pista de tenis de un hotel en Zanzíbar, mientras se escuchaba de fondo desde la recepción a un italiano desafinar "Jambo, jambo bwana" y los massais hacían de recogepelotas. Con este escenario multicultural quedaba claro que todo era posible.

Uno ya no era un adolescente y tenía unos cuantos callos afectivos. Así que las conversaciones posteriores a las maratones de tenis torpe, a las cuales luego de varios amagos de infarto sólo sobrevivimos ella y yo, se centraban en contarnos cosas de la familia, de nuestros respectivos hijos, de la gente que conocíamos, y había un pacto tácito de no hablar de trabajo, lo cual era un oasis muy difícil de conseguir en el ambiente que nos rodeaba. Así que nos fuimos acercando en la medida que nos dábamos cuenta que éramos los únicos que estaban a lo que estaban y no en la línea de una mayoría para quienes el trabajo era una cuestión accesoria, un peaje que pagar para acceder a otros... "beneficios..."

Un mal día de enero del 2004 anunció que se iba, que dejaba la empresa, y por primera vez desde que estaba allí me sentí desorientado. Empezamos a hablar en términos de futuro y nostalgia a la vez. Nostalgia de cosas que no habían ocurrido y escenarios futuros que acaso nunca llegarían. Sin darme cuenta dejó de ser Helga, una compañera de trabajo, y se convirtió en "Chiqui", alguien a quien sin saber cómo estaba queriendo. Y una semana antes de la fecha de su partida, el 25 de febrero, nos encontramos el uno al otro, aunque no teníamos claro si estábamos llegando a una nueva vida o nos estábamos despidiendo para siempre. La mañana del 3 de marzo cazó al vuelo sus maletas y se esfumó. Así que sin haber cumplido ni diez días juntos ya estábamos separados, al menos físicamente. Viajé a España tres semanas después, compartimos unos días y algunas entrevistas de trabajo que finalmente la llevaron a Valencia, y cuando anuncié que dejaba Zanzíbar fue a pasar un mes de vacaciones que, visto en perspectiva, fue nuestra luna de miel. Aterrizamos en Lanzarote (siempre detrás del trabajo), donde nació Julia en un momento en que estábamos más lejos de ser padres que abuelos. Luego Huelva, Almería, para autoexportarnos a Brasil con la esperanza de que se estabilizara un poco la cuestión laboral, ya que el panorama que teníamos por delante no era muy alentador. Y allí, las circunstancias nos obligaron a separarnos otra vez... y así estamos a día de hoy, yo en República Dominicana y ella en su Chiclana natal, conviviendo con mi ausencia, la educación y el cuidado de Julia y recuperando algo de tiempo con sus otros dos hijos..

Han pasado nueve años desde aquel 25 de febrero. Hemos recorrido juntos más kilómetros geográficos y anímicos de los que jamás hubiera soñado, y lo cierto es que no podría haber pensado en una compañera mejor para todo lo que me ha pasado en estos tiempos agitados, lejos de todo lo que fui. Eternamente comprensiva, ha sido muy exigente consigo misma pero de un modo singular, un modo que inspira ternura. Tiene una fuerza de voluntad que me ha cambiado la forma de ver la vida y en no pocas ocasiones ha sido mi referente en ese sentido. Luchadora de carácter que se rinde como una ola en retirada a los mimos que la hacen sentir amada. Cada día busca algo nuevo para hacer que la obligue a superarse, a crecer, a ser mejor, y hasta cuando parece que el cansancio puede con ella se repliega, reorganiza sus fuerzas, y vuelve a salir al mundo con nuevos bríos, haciendo planes de todo tipo y color, en su eterna lucha contra la resignación y la mediocridad. Y cuando la cosa no da para más, se planta, pega el puñetazo en la mesa, dice las cosas claras y no pierde tiempo en colocar paños fríos.

Pero sobre todo ama con todas sus fuerzas a las personas por las que vive, y muchas de ellas ignoran que cada día están en su corazón. Aunque casi nadie lo sabe, es una soñadora que teje historias de felicidad para todos los que la rodean, olvidando a veces que los demás también la necesitamos dentro de ese paisaje de felicidad.

Aparte de quererla, de amarla, no estoy seguro de haber hecho nada para merecerla. Alguno dirá que es suficiente, pero como bien suele decir ella "no me quieras tanto, quiéreme mejor". Sé que lo que siento por ella es infinito en cantidad, aunque la calidad puede que deje mucho que desear, tal como me pasa algunas veces con el resto de mi familia y seres queridos. Es una trampa en la que muchos caemos frecuentemente. Podemos estar horas diciéndonos cosas por las redes sociales y cuando compartimos una cena no sabemos de qué hablar, aunque diré en mi defensa que mi problema es el contrario, es el de no saber de qué callarme....

Gracias a ella hoy tengo fuerzas que no sabía que figuraban en mi haber, las que me ayudan a vivir así. Gracias a ella intento cada día conservar intactos en mi corazón los únicos presentes que puedo ofrecerle. Me levanto de cada una de mis numerosas caídas de ánimo, me sacudo las malas ondas y me sumo a sus sueños. Gracias a ella descubrí que existe el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Gracias a ella, nuestra hija crece sana y fuerte en todos los frentes pese a las dificultades y se va convirtiendo en la personita maravillosa que estará a la altura de sus hermanos.

Gracias por todo Chiqui, mi amor. Gracias por estar siempre a mi lado en esta vida tan particular, en la que uno siempre es un extranjero enfermo de exilios y desarraigos, y por ser tú la causa de los ratos de paz y felicidad, por ser mi consuelo y aliviarme las angustias con tus masajes llenos de un optimismo que sólo cultivas para mí. Nuestras almas llevan sólo nueve años juntos, pero qué nueve años. Y aunque sean novecientos, siempre me parecerán pocos.

De alguna manera seguimos jugando al tenis como hace años en Zanzíbar, en un partido de dobles contra el tiempo y la distancia. Vamos perdiendo este set, pero sé que ganaremos el partido.

Y como dice la canción, eu sei que vou te amar por toda a minha vida....




jueves, 14 de febrero de 2013

Juanjito, Fedito, Nanyta, Julita.

A pocas cosas le damos tantas vueltas como a la de ponerle nombres a nuestros hijos. Es que un nombre es para toda la vida... o eso pensamos. Pero luego la realidad tiene la última palabra en esa negociación en la que a veces todo el mundo participa, y acaban cargando con apodos, apócopes y diminutivos que ni siquiera estaban en nuestras mentes cuando empezamos a barajar opciones. Y el caso es que cuando la vida misma se encarga de hacer esos ajustes no podemos imaginarnos que nuestros hijos pudieran llamarse de otra manera.

Desde el 12 de febrero al 4 de mayo hay una alineación planetaria en mi universo. Mis tres hijos mayores tienen edades consecutivas y la pequeña exactamente 20 años menos que su hermano mayor. (Nunca es tarde si la dicha es buena decían mis padres). A estas horas mis hijos tienen 27, 26, 25 y 7 años. Quienes me conocen saben que se trata de Juanjito, Fedito, Nanyta y Julita, aunque sus documentos insistan inútilmente en decir que se llaman Juan José, Federico, Daniela y Julia.

Creo haber cumplido hasta el presente con una norma básica de la evolución humana, y es aquella que dice que la raza se va perfeccionando en cada generación. No era muy difícil superarme, vamos a ser honestos, pero es que tanto los mayores como la de siete años están recreándose en eso de ser mejores que su padre. ¿Debería sentirme orgulloso de eso...? No creo. El orgullo es algo que uno debe sentir por aquellas cosas o logros que consigue gracias a sus propios méritos. Pero la inteligencia, capacidad, talento, éxito y brillantez que tienen todos son fruto de su propio esfuerzo, y eso poco o nada se debe a mí. Simplemente tuve la fortuna de que le gustaran mis cosas, mi música, mis libros, mis películas, mis estudios, y pude acompañarlos dentro de mis limitaciones. Lo que alguna vez pudo interpretarse como guía no era más que un compañero de viaje asustado que disimulaba el temor de equivocarse en algo y que aún así se equivocaba, y se volvía a equivocar cuando no reconocía que se equivocaba. Pero sobre todo, son una personas maravillosas. Íntegras, honestas, leales, y hasta los que puedan haber heredado alguno de mis múltiples defectos, han reconvertido ese legado dándole un uso apropiado, reciclando esa basura espiritual y mental con la que muchas veces uno carga más por estupidez que por maldad.

Hoy las circunstancias nos han colocado a cada uno en un punto diferente del mundo. Esa es la parte mala. La parte buena es que aún lamentamos que sea así, y nadie tanto como yo. Cuando hablo con ellos muchas veces noto que no tenemos nada que contarnos y lo interpreto como que de una manera u otra estamos conectados permanentemente, como si hubiésemos conseguido derogar las distancias y el tiempo continuara siendo el de siempre. Como si el sábado pasado hubiera ido a ver un partido de fútbol de Juanjito, o de balonmano de Fede, o de softbol de Nany, o como si esta mañana hubiera ido a buscar a Julita al colegio. O como si mañana mismo nos fuéramos a encontrar todos para cenar y volver a hacer los mismos chistes que sólo nosotros entendemos, y que Julia se sienta adulta con sus hermanos mayores y ellos niños otra vez con ella, mientras yo los observo y me sorprendo una vez más de que tengan tanta sintonía a pesar de la diferencia de edad y de haber crecido separados y con no pocas carencias que en el fondo, los han hecho aún más fuertes sin dejar de ser cariñosos.

No podría destacar una característica de uno sin decir que el otro también la tiene, ni mencionar un recuerdo hermoso sin traer a colación algunas de las muchas veces que les fallé. Quizás podría darle un gramo más de idealismo a Juanjo, otro de pragmatismo a Fede, alguno de intensidad a Nany, y claro, por motivos de edad, unos cuantos de inocencia a Julia, para quien por ahora todos sus seres queridos somos perfectos y los demás unos tontos. Pero a lo largo de sus vidas, esos rasgos van rotando y al estar con cualquiera de ellos uno tiene la sensación de estar también con el representante de los otros tres.

Dentro de poco un amigo que pasa de vez en cuando por aquí va a ser padre de gemelos. Va a ser muy feliz, sobre todo porque la suerte de tener hijos maravillosos este año no la voy a acaparar para mí, como ha ocurrido ya en cuatro ocasiones. Él y su familia también están lejos, geográficamente hablando, lo cual me evitará tener que presenciar sus babeos y que me cuente sus batallitas de padre primerizo por partida doble quitándome la posibilidad de chochear. Con que disfrute de su familia el 10 % de lo que he disfrutado y aún disfruto yo pese a todo, va a necesitar una buena caja toráxica para albergar los latidos del corazón cada vez que haga balance de sus sentimientos.

Para mí ya pasó el tiempo de los pañales y los biberones. Pero mientras se me sigan llenando los ojos de lágrimas cuando veo fotos antiguas o recientes, o siga haciendo planes sobre cuándo y dónde nos vamos a ver con la misma ilusión con la que ellos esperaban la noche de Navidad a los cinco años, sabré que siempre valdrá la pena seguir luchando. Y sobre todo, sabré que ellos pueden enseñarme mucho aún, por aquello del ciclo de la vida.

Mi Juanjito, mi Fedito, mi Nanyta, mi Julita, por orden de aparición en mi vida, simplemente. Los quiero mucho.